PALABRAS DE LIDIA
Después de haber sido amplificados por nuestra agitación, el roce de los cuerpos y las quejas contenidas por el espasmo o mordidas en el hombro de ella cesaron. El silencio se hizo más que evidente en la penumbra. Pero hubo una vibración en las sombras proyectadas en la pared, como si un portazo mudo hubiera conseguido hacer que se tambalease la lámpara sobre la mesilla de noche, a nuestras espaldas. Y el silencio duró todavía unos instantes. Y luego comenzó a contarme cómo había ocurrido para que llegáramos a estar allí, acostados sobre el lado derecho, encajados en posición fetal, mirando Lidia al rincón más oscuro y yo con los ojos fijos en su nuca.
Por la mañana no había pasado más de lo que pasaba casi todos los días. Media jornada de muecas en la cara de sus compañeros, en la oficina; cinco horas de conversaciones por episodios, como si tuvieran interés; una despedida lánguida, afectando cansancio por las tareas de rutina, cuando en realidad era que había pasado en vela toda la noche. Luego la comida en casa y la perspectiva de la tarde libre. Allí estaban los dos, a la mesa. Su marido se relamía, ella revisaba la cartelera en el periódico. Entonces, un acto reflejo: Lidia se limpió la comisura de los labios (pero no se había relamido) y oyó preguntar si le había gustado la carne. Contestó que sí, para luego detener los ojos en la jarra de agua.
Lidia tiene la piel blanca como el corazón de las almendras y los ojos de almendra tostada; su cara es el óvalo de una almendra. Sé lo que digo cuando me parece que la estoy viendo frente al plato, con la mirada fija en el vidrio, la simetría de su melena lacia, roja, una ceja más alta que la otra y el vago deseo de una naranja, aunque mejor definido que el pensamiento de poseer la tarde entera y no saber para qué.
—¿Has podido dormir esta noche? —continúa preguntando el marido.
—Psé. Pero da igual. Dormir en ese sillón es un absurdo, y además, cuando las enfermeras no entran y salen, las quejas se te clavan en el cerebro.
—Lo siento, cariño. ¿Y tu madre, cómo...?
—No importa... En fin, vamos a dejarlo. No quiero darle más vueltas. Es lo que tiene la vida, que al final te mueres. Punto.
—Ya... Oye, ¿qué película vas a ver?
—¿Qué? Ah, sí. Cualquiera que no me caliente la cabeza. ¿Qué recomiendas?
—¿Como crítico o para pasar el rato?
—Eso.
—Pfff, mejor que vayas a ver la que te parezca. Por cierto, cuando salgas del cine, ¿llamarás?
—Sí.
—Al niño le gusta que llames.
—Vale —aceptó con la boca pequeña, los labios apretados, muy hábil en el manejo del cuchillo para pelar la naranja.
Alrededor de Lidia, su marido se desenvolvía con la eficiencia de una hormiga soldado. Pero se había hecho la hora de mirar el reloj.
—Tengo que ir a buscar al niño. ¿Acabas tú?
—Sí.
—Deberías arreglarte un poco.
—Paso.
—Me voy corriendo —tomó la chaqueta y acercó la cara, puso un beso en su boca y los dedos le hicieron una caricia bajo el mentón—. Que lo pases bien. Y no te preocupes más. ¿De acuerdo?
—Hasta luego —se quedó con la mirada roja atravesando el agua. Mientras tanto, el beso limpio del marido cerraba la puerta, hacía que el ascensor arrancara con ruido de cojinetes y desaparecía hasta más allá de lo que iba a durar la luz de un invierno paulatinamente más dulce, que empezaba a permitir que la noche no se apretara a la sobremesa.
Terminó de repasar el periódico y fumó un cigarrillo. Eligió la película más larga, sin fijarse en el argumento. Al levantarse y empezar a hacer viajes a la cocina, comprobó el peso tedioso de la jarra, de los platos, de los cubiertos. Le dieron asco los restos de comida y no fue capaz de ponerse a fregar. Salió a la calle, apenas después de comprobar el bulto del monedero en el bolsillo de la cazadora y el de las llaves en los tejanos.
Iba mirando su reflejo en los escaparates mientras se dirigía al metro, como si paseara con una hermana gemela. La llegada de un tren le echó su aliento alquitranoso e hizo que el cabello se le encendiera en el aire, al revolotear. Sus zapatos estaban cubiertos por una capa de polvo bien definida y, con las deformidades propias de la adaptación al empeine y a los dedos, parecían más viejos de lo que eran en verdad.
En la primera sesión había poca gente. Se hubiera dicho que el cine estaba en liquidación por derribo: la taquillera escondida detrás de la ventanilla, en un rincón; el portero despistado, con la pesadumbre de querer estar echando la siesta. Le dio la impresión de que hubiera bastado con decir buenas tardes y pasar, sin abonar la entrada. Ya en el vestíbulo, a mano izquierda, había una barra de bar con cuatro taburetes, y detrás, las hileras de botellas cubiertas de polvo y una máquina de palomitas apagada y sin palomitas.
Apartó el pesado telón azabache. No había acomodador para conducirla a un asiento. El techo era un panel luminoso troquelado en cuadrángulos. Luz blanca, luz de hospital. Daba la impresión de que la platea estuviera desnuda, con las paredes tapizadas en un gris monótono y unas pocas personas deambulando por entre las hileras de butacas. Se sintió desorientada. Pero los demás iban encontrando un lugar. Y se sentaban. Así que Lidia ocupó un sitio en la última fila. Desde allí contó dos parejas de cabezas canas (señoras de edad), una futura calvicie en la que apreciaba la patilla de unos anteojos, y otra pareja, esta vez de novios (había visto un beso aislado; luego las cabezas juntas, apoyada la una en la otra). Siete. Buen augurio.
Se apagaron las luces y la película empezó a ocurrir delante de ella. Pasaban los minutos. Un hombre famoso y una joven hermosa se encuentran en un país extranjero; se aburren y no pueden dormir, así que piensan en hacer algo juntos. Se suceden planos de aplicada composición; las secuencias forman frases cromáticas y la banda sonora despide fragmentos de música autista.
Pero el que entendía de cine era su marido; más valía meterse en la película.
No es que el argumento diera lugar a ninguna escena digna de comentario, pero la expectativa de que aquellas citas cuajaran en amor mantenía la tensión. Todo lo que no era esa tensión se resolvía en burdo entretenimiento, cortas llamadas telefónicas, breves diálogos de besugo, exteriores urbanos con tráfico de automóviles, canciones bonitas para ilustrar paisajes zen. Y luego continuaban buscándose los ojos; tenían sed de consuelo por la mera presencia, aunque se cruzaran muy pocas palabras...; todo quedaba aún por decir. La vida entera, sugerida por el amor, se ofrecía para el próximo minuto... Al final, para desafiar el tópico, la pareja se disuelve en la renuncia y la despedida. Los protagonistas no lo saben, pero esa falta de coraje ha hecho que la promesa de amor produzca una explosión de rebeldía fuera de la pantalla. Dentro de la cabeza, Lidia bulle. ¿Por qué no se han comido todo el pastel?
«¿Y por qué no se han comido todo el pastel?», se iba diciendo Lidia, al salir a la calle. Y la rambla también bullía. Había oscurecido casi para decir que era de noche. Las tiendas ya exhibían sus reclamos luminosos. La gente caminaba de arriba a bajo, parloteando, haciendo gala de sus mejores gestos, siguiendo el ritmo que marcaban los semáforos o intercalándose entre los coches cuando el tráfico no les permitía rodar con velocidad. Se cruzaba con ciclistas que se dejaban ir cuesta abajo en un eslalon marcado por peatones en vez de banderines. A Lidia le parecía todo el mundo idiota, como si nadie supiera muy bien por qué se afanaba de aquí para allá y, en cambio, ella fuera capaz de prever, para cada uno, un destino aciago. Pero se preguntaba, también con acidez burlona: «¿Y yo, qué sé yo de mí misma? ¿He estado perdiendo el tiempo en el cine, en vez de hacer compañía a mi... hermana, solamente porque hoy le toca a ella?»
Se paró en medio de la calle. Dejó de subir hacia la boca de metro. ¿Adónde iba? ¿A qué lugar tan distinto de todos los demás paseantes?
Entonces aceptó la invasión de la apetencia. Llevaba meses metida en un infierno de deberes y tristeza por obligación. Claro que no estaba contenta, pero tampoco tenía por qué aburrirse igual que los tontos de la película. Juzgó que la vida no iba a darle nada si no se quitaba el cinturón de seguridad.
Cruzó hacia una peluquería. Entró decididamente. Preguntó si la podían coger. La pasaron al lavacabezas de inmediato. Mientras se sentaba, decidió que sería perverso telefonear a casa para decir alguna bobada a su hijo. Mejor era callar.
Se concentró en el calor complaciente del agua, que caía sobre su cabeza, entraba hasta el cuero cabelludo y chorreaba con una cadencia sedante. Luego los dedos de la peluquera comenzaron a masajear con la dulzura de un jabón oloroso, y se dejó invadir definitivamente por el placer. No quería nada difícil. Cortar las puntas y peinar. Pasó a sentarse delante de la luna y se vio menos ojeras que cuando se había duchado por la mañana. La peluquera cortaba con dedicación y de vez en cuando se separaba hacia atrás y la miraba en el espejo, hacía chasquear las tijeras; luego volvía a tomar los mechones entre los dedos y a cortar con un sentido de la medida que Lidia envidiaba. ¿Tenía pensado ya el corte antes de empezar o lo iba corrigiendo mientras avanzaba? Casi al final, cuando ya le estaba aplicando el secador de mano, se acercó otra peluquera para alabar su cabello. Se deshacía en elogios. En otra ocasión debería hacerse un moldeado. Tenía un pelo ideal... No era fino, ni débil; perfecto para darle forma. En fin, cuando le quitaron el peinador, no tuvo ninguna duda. Estaba muy guapa.
Al salir de la peluquería, en vez de subir la rambla, tomó el sentido opuesto. Tardó muy poco en alcanzar su objetivo. Miró en el escaparate el número de referencia, entró en la zapatería y pidió unos botines que había ido contemplando durante semanas sin decidirse a comprarlos. Eran negros, de cremallera, con una hebilla ancha en plata. Se los probó. Con los tacones, estaba más alta, más agresiva.
Casi no le dio tiempo de dar diez pasos y ya encontró una boutique. Se dio el gusto de que la vistieran, de que la toquetearan al revisar la cintura, al alisar los pliegues. Se dejó piropear por la dependienta. Y no se fue sin preguntarle, con la familiaridad de quien pide consejo a una buena amiga: «¿Verdad que me queda bien?», para recibir todos los elogios y parabienes.
De allí salió vestida ya con un jersey crudo de cuello alto; una minifalda verde, a cuadros; unas medias y los botines. Así es como la encontré más tarde. De la ropa con que había salido de casa, sólo había conservado la cazadora de cuero. Hacía un poco de frío. Lo demás acabó en un contenedor de basura.
Desde luego, no podía esperar su llamada telefónica, de ningún modo, a pesar de haber estado juntos durante todo el fin de semana, en el Hotel Calderón. Ni siquiera tenía por qué saber que me había quedado esa noche en Barcelona. Al fin y al cabo, me había contado la situación de su madre, las dificultades para atenderla. No era el mejor momento para una cita, aunque en muchas otras ocasiones, después de un congreso, habíamos quedado para cenar y hacer un balance fuera de programa. Lidia es bióloga, como yo. Realizamos tareas semejantes para dos compañías de una misma multinacional. Se trata, para decirlo en pocas palabras, de organizar encuentros de médicos para vender a los hospitales material quirúrgico y productos farmacéuticos. Si es necesario, se alquilan salas de conferencias en los mejores hoteles, invitamos a comer e incluimos algún detalle como regalo para los familiares. No es la primera ocasión en que nos unimos ambas compañías para reducir gastos.
Sin embargo, mi teléfono móvil sonó. Era ella.
—Roberto... —me pareció que decía mi nombre con mucha dulzura.
—¡Lidia! Dime —dije dándome cuenta de que estaba alterado. Que no esperara que llamase no quiere decir que no lo estuviera deseando.
—Pareces sorprendido. Espero que haya sido una sorpresa agradable.
—Bueno..., en fin..., pensaba que no era el mejor momento para quedar.
—Pero ¿estás aquí o en Tarragona?
—Aquí, aquí. Supongo que por no cambiar la costumbre.
—¿Todavía no has vendido el piso, entonces?
—De hecho, ya lo tengo apalabrado. A partir de ahora, voy a tener que pedir dos noches de hotel a la empresa.
—Oye, pues no nos alarguemos más por teléfono. ¿Te parece bien que nos veamos?
—Por supuesto.
—Vale. Pues..., en la cafetería del Calderón dentro de media hora, ¿de acuerdo?
—Muy bien. Hasta ahora.
No quería hacerme ilusiones..., pero me arreglé y salí de casa como un cohete. Luego tuve que caminar un trecho a paso de tortuga, para no llegar con demasiada antelación, por vergüenza a que se notaran mis prisas. No sabía que iba a tener mejor ocasión para perder el aliento. ¿Acaso tengo dotes de adivino? Por mucho que me hubiera abandonado a la fantasía en los últimos meses, las ilusiones que apresuraban mis pasos quedaron pequeñas ante la situación que se presentó poco después de entrar en el hotel. Una nueva realidad se despedazó en hechos contra mi cara. No había sentido jamás nada de una manera tan súbita y tan violenta. Un escozor cálido me recorrió vertiginosamente. Me temblaban las piernas.
Había rebasado el vestíbulo del Hotel Calderón esperando que, después de un leve giro a la izquierda, me encontraría, a unos diez pasos, con la visión de Lidia. Estaría en la barra, quizá bebiendo un cóctel... Pero lo que pasó fue que no había nadie, excepto el barman, que me contemplaba sin disimulo mientras me iba acercando.
No llegué a sentarme en uno de los taburetes.
—¿Es usted el señor Roberto Bazán?
—Sí.
—Tengo un recado para usted—. Me entregó una nota escrita a mano. Ponía: «Te espero en la 234. Lidia.»
No puede moverme del sitio. El barman secaba copas y no dejaba de observarme.
—¿Cómo me ha reconocido? —alcancé a decir.
—La señora lo ha descrito a la perfección. «Un hombre rubio entrará a grandes pasos. Americana negra, puede que lleve tejanos. Seguramente con una gabardina clara. Los ojos tienen un aire maníaco.»
—Vaya. Gracias. —Aún no podía moverme.
—¿Desea tomar algo el señor?
No supe qué contestar.
—Le recomiendo un chupito de bourbon.
—De acuerdo.
Arriba, mientras tanto, desde que había tomado la habitación, Lidia me dijo luego que había aprovechado las maquinillas de afeitar desechables que había en el cuarto de baño para depilarse y también que le habían parecido poco afiladas. Después se había vuelto a vestir para recibirme solemnemente.
Subí con el acicate del bourbon, llamé a la puerta 234 y la abrí sin esperar respuesta. La habitación estaba a oscuras, excepto por la lámpara de la mesilla de noche. En medio, dentro de una aureola, quedaba destacado el cuerpo de Lidia estirado sobre la cama, bocarriba, con los brazos cruzados sobre el pecho y un pie sobre el otro. Llevaba puesta incluso la cazadora. Los ojos se hacían los dormidos. Sólo luego se daba uno cuenta de que la puerta del cuarto de baño estaba entornada y por la rendija se escapaba otra luz encendida. Aún flotaba el vapor de agua caliente. No encontré en la escena nada ominoso. Quizá no quise encontrarlo. ¿Por qué? Estaba muy ocupado en tomar la iniciativa.
Tengo la impresión de que, a partir de ese instante, cada uno de nuestros movimientos ha quedado amplificado por su carácter excepcional; yo pensaba que para componer un himno de triunfo. Pero los besos y las delicias cesaron. El silencio se hizo evidente en la penumbra. Hubo una vibración en las sombras que se proyectaban en la pared, como si un portazo hubiera conseguido que se tambaleasen.
Después Lidia se fue sin dejar sitio para una continuación en mis fantasías. Se despidió por completo. Ni siquiera nos vemos ya por motivos de trabajo. Salió del hotel y salió de mi vida.
Lidia salió del hotel y tomó un taxi. Al entrar en casa, comprobó que su marido aún estaba en el comedor. Se asomó a la habitación del niño e hizo el esfuerzo de distinguir su cara en la oscuridad. Dormía plácidamente. Luego se enfrentó a lo que merecía. Carlos apuntaba con el mando del televisor. Mantenía la vista en la pantalla, que mostraba varias rayas horizontales que resbalaban hacia abajo: las escenas de una película de vídeo pasando a toda velocidad.
—¿De dónde vienes a estas horas? —preguntó de mal humor—. ¿Por qué no has telefoneado, como habíamos dicho?
Entonces volvió la cabeza y la vio vestida con la ropa nueva.
—Pero ¿sabes la hora que es? No me digas que has estado en el hospital, porque he hablado con tu hermana.
Lidia se mantenía de pie, soportando la bronca. Al final, contestó que había ido al cine, luego a la peluquería y a comprarse ropa para una ocasión especial. Y dijo que había pasado el resto de la noche en el Hotel Calderón, en la habitación 234.
—Me he echado en la cama y he pensado en la película, en lo tonta que puede ser la felicidad. Y también me he dado cuenta de que hay que catarla. Hasta me he depilado, para cerciorarme del filo de las cuchillas desechables de un hotel prestigioso. Y he cometido suicidio. Después he regresado en taxi.