martes, 17 de abril de 2007

La ciudad suspendida

Hace muchos años tuve conocimiento de la existencia de la ciudad suspendida. Conocí su sonido en La ville en haut, de Messiaen, y supe de cierta doctrina teológica referida a ella: La ciudad de Dios, de San Agustín. Quizás sea ésta su vista en plano, aunque dé vértigo que la belleza y la trascendencia se eleven hacia la nada con el humo de los hornos.


Se trata de una utopía perversa: Ciudad de la muerte, ciudad celeste. Visiones del Templo, de Melvin Charney (según la reconstrucción del Templo de Jerusalén que hiciera Matthias Hafenreffer (Tübingen, Allemagne, 1631), es un pastel sobre papel vélin de 1986 (Ottawa, musée des Beaux-Arts du Canada; 100 x 150 cm).


El pintor canadiense ha realizado varios estudios sobre la estructura de los campos de concentración, en particular sobre la disposición de las casetas, de los hornos y de las chimeneas. El plano de una ciudad emerge de estas estructuras: la ciudad de la muerte. Aquí, toma como punto de partida la representación de un teólogo del siglo XVII de la visión de Ezequiel del templo de Jerusalén: la ciudad de la muerte se superpone a la ciudad celeste.


Si deseáis saber mi opinión, creo que las niñas de Balthus están perdidas en la ciudad suspendida, cuando leen, cuando sueñan. Y no me cabe la menor duda, por mucho que el conde dijera lo contrario, de que en esa ensoñación de cabezas abandonadas, gargantas ofrecidas y culos en pompa había una sexualidad repleta de deseo: las niñas desean el poder de su madurez corporal (o se abandonan a la admiración del espectador, así lo atrapan), y el pintor se deleita en mostrar la falta de decoro y la evidencia de las armas, además de perseguirlas en su viaje a la ciudad suspendida.

viernes, 13 de abril de 2007

Un intermedio para Balthus



Estaba revisando con indolencia los archivos de texto de una carpeta cuando de pronto...
Mis niñas leyendo, Katia, Frédérique o las tres hermanas, con sus posturas soñadoras, se hurtan de un tiempo fugaz y deletéreo. Lo importante, al inmovilizarlas en el acto de leer o soñar, es prolongar el privilegio de un tiempo entrevisto, maravilloso y mágico, gracias a una tela que se abre de repente a otra luz, a otra ventana, que enseña solo a quienes saben ver.

Balthazar Klossoski de Rola (conde), Memorias

martes, 10 de abril de 2007

De qué va esto

Me parece a mí que será un experimento. Pero querría sacar a la luz (no sé a cuál, porque no sé ni cómo se puede acceder al blog sin ser yo mismísimo con nombre y contraseña) una serie de relatos, o más bien prosas jocosas, que con el nombre de El editor inverosímil empecé hace tiempo. Se trata de la biografía de Benjamín Durán, un tipo al que conocí hará unos veinte años y que merece un capítulo aparte en la lista de los artistas del despropósito. Sólo puedo dar fe de su vida a trozos, de ahí la forma de cuentos que va a tener este texto. Y para dar una idea aproximada de su genialidad, sólo diré por ahora que ese hombre fue el inventor del libro volador; que se atrevió a publicar (sin margen de beneficio) a todos lo poetas fonéticos del mundo, sin reparar en el propio esfuerzo pulmonar ni en las infinitas lenguas de los poemas; y que fue pionero en la cirugía estética aplicada a la literatura (ni más ni menos, capaz de ofrecer un servicio con tal garantía que yo le vi convertir a un aspirante a Vila-Matas en Vila-Matas en una sola sesión).

El baúl de Pereira

Amigosh..., ejem, he aquí la primera entrada y la primera vacilación. Pensaré sobre esto los próximos días, pero ahora no me quiero fustigar en exceso. Así pues, voy a acudir a un cuento que me pasó por la cabeza un día y que ahora va a embestiros y quizá aplastará la vuestra. Se titula:

RINOCERONTE

y comienza así:
—Lo primero que veo es un rinoceronte embarullado en la maleza. Se debate contra las zarzas dando cornadas, tirando coces y estremeciéndose como un huracán. Luego se echa de costado, apenas un momento, roto, y entonces la quietud de sus músculos y la fijeza de sus ojos puntiagudos me estremece a mí, y su bravura sólo se nota en la profusión con que mana el sudor y en los resoplidos que da, echando humo, que parece que le hierva la sangre por dentro. Es ahí donde me doy cuenta de que es un sueño. Y se mezcla el vértigo de que también mi cuerpo esté secuestrado en otra parte, enredado en las sábanas, sudoroso, pesado como la mole brutal del rinoceronte. Y en el instante en que me duele esa distancia y comprendo que únicamente volviendo a mí recobraré la placidez de la vigilia, el rinoceronte se libera e inicia su carga, me embiste como una apisonadora. El terror aumenta. No es un miedo teórico. Es el miedo encarnado; una aceleración angustiosa y confundida con el derrumbe de montañas que se produce con el choque... Y desaparece toda sensación de que esto ocurra fuera de mí. Aprecio la oscuridad del dormitorio, la piel electrizada, derritiéndome... —terminó Germán en suspenso, dejándose en el bandidaje de una mirada la suposición del orgasmo y su gesto para comprobar si habían quedado mojados los calzoncillos.
Había sido el último en tomar la palabra. No por casualidad. En aquella reunión de carteros de las 13:45, en el Boga-Boga, calle Ancha nº 16, tercera mesa, los turnos ya estaban más que sabidos y los temas, con alguna variante sin importancia, se repetían y se olvidaban con toda simpleza. Esa reunión duraba en el año 1999 lo que habían tardado los meses en mudar del amarillo al blanco; eran tres, los tres que formaban el grupo de distrito, y se había iniciado a la llegada de Julio, un universitario que había ganado recientemente las oposiciones y que había impuesto la rutina del vermut como quien convoca alegremente una junta directiva que sabe que no va a solucionar nada. Germán y Lola habían simulado que se dejaban arrastrar tan sólo por desidia. Se sentaban frente por frente. Eran viejos compañeros. Había complicidad en el encuentro de sus ojos.

Primero hablaba Julio; alardeaba con graciosa impudicia de su último ligue en la Facultad; los demás reían, más para ratificar la solvencia de su discurso que para poner en duda la exageración. Julio era el primero en saber que eso no importaba. Era un joven listo; hacía su papel. Casi se había convertido en una actuación a reclamo de los otros dos, a los que excitaba esa aventura postiza. Julio les había satisfecho, esperando avivar la chispa. Pero últimamente lo alternaba con el proyecto de escribir un libro. «Soy un artista del fraude» decía, «a media mañana tengo todo el servicio repartido, me meto en un bar y escribo hasta la hora del vermut. Acabaré ganando tanto dinero que crearé una corte de “negras” que me escriban las novelitas que a ellas les gustaría vivir.»

Luego le tocaba a Lola. Ella no tenía nada que decir, pero hablaba para hacer bulto, generalmente de proyectos poco ambiciosos: un cursillo de música, un viaje turístico..., pero no dejaba claro qué hueco iban a llenar. Por eso Germán hacía el gesto galante de poner atención. Era el momento en que Julio levantaba la jarra de cerveza y miraba por encima de la espuma con una ceja en arco de interrogación, gesto que tensaba el deseo de conseguir algo con aquellos dos. Lola llevaba diez años en el servicio de calle. Cualquier otra hubiera recalado ya en la oficina, al menos en la ventanilla de certificados. Su marido ganaba bien, de almacenista; especialidad en manjares raros. Y a veces, Germán le rogaba que volviera a contar lo de los productos exóticos, sólo porque le parecía acariciar terciopelo cuando hablaba. Ella hacía su lista: caviar, lamprea, cangrejos de río, aguardientes y fiambres de caza. Y se acababa el terciopelo.

—Germán, te tienes que venir de ronda, maestro. Tú todavía estás en edad de merecer... —decía luego Julio en una de cada dos ocasiones. Y él, claro, estaba de acuerdo, o hacía algún juego de palabras que sugiriera que había vivido mucho, que tenía muchas experiencias, pero que no quería pisarle protagonismo. Y cada tanto, contaba de nuevo el sueño. Estaba bien que les gustara. Aunque en las últimas ocasiones, después de que se hubieran sucedido con anterioridad los rinocerontes y los aperitivos con un sopor liberado del tiempo, explicaba que algo había cambiado. El rinoceronte ya no luchaba contra las zarzas ni corría haciendo temblar la tierra. Sólo soñaba con la enorme cabezota y el cuerno en medio. Y tenía la idea de que al rinoceronte le molestaba no poder quitárselo para mirarle mejor. Se había convertido simplemente en un animal curioso. Y cada noche daba un paso atrás, y en cada vermut Germán calculaba cuántos metros había retrocedido. Incluso había llegado a la conclusión, creando expectativas, de que el rinoceronte estaba tomando impulso para lanzarse en una última y definitiva carga. Era la señal de que algo luminoso se auguraba para su futuro. «Pero ¿qué?», preguntaba Julio, casi irritado. «Un cambio, algo que dé color..., algo que marque sin discusión un momento de intensidad.»
Entonces ocurrió algo.

Julio les había hecho morirse de risa. Con los ojos redondos de sorpresa, afectando un fracaso inusual, había relatado punto por punto un pretendido encuentro de la noche anterior. Había sido con una mujer madura, casi llegó a decir una vieja. Algo así como de 40 años. Y le había manejado igual que una niña a su muñeco. Julio encogió la cabeza entre los hombros. Simuló un sollozo. Pensaba que iba a ser una noche de transición, nunca hubiera sospechado tamaña energía en una mujer de esas edades. Y terminó exclamando para aumento del jolgorio:
—¡He sido víctima de una cruel depredadora! ¿¡Es que han quedado abolidos los derechos del hombre?! Me engañó con atenciones maternas, ya sabéis, soy una persona de extrema sensibilidad; me dejé seducir sin mala intención, y ella me usó, me estrujó, y me volvió a usar, hasta que hube de pedir socorro y me dejó tirado en la esquina de Villarroel con Gran Vía, como ropa sucia.

—Donde las dan, las toman —sentenció Lola, sin conseguir modular el tono de ironía.

—Contigo, desde luego, no hay nada que temer. Eres una mujer de las de antes —contestó Julio con malignidad. —Si algún día me caso, lo haré con alguien como tú.
Fue inevitable que en ese momento alzara la jarra y enmarcara a los otros dos con la ceja. Germán y Lola coincidieron en robarse otra mirada mientras se esforzaban en reír. Él tamborileó sobre la mesa. A Lola le entró carraspera. Julio se relamió el bigote de espuma.

Fue el momento de acabar con la función de aquel día. Y a ella le apeteció jugar la baza final.

—Mi marido... ¿Sabéis?, a lo mejor pido una excedencia y abrimos un almacén mayor en otra ciudad. Hay mucho trabajo, y es seguro que podemos vivir de eso. De hecho, creo que ya se puede decir que no somos pobres... Bueno..., voy a pedirla. Me conviene un cambio. Ya es mucho tiempo en lo mismo. ¿No creéis?

No hubo una respuesta articulada por parte de ninguno de los dos hombres. Pero sonaron algunas palabras, todas de enhorabuena y de felices augurios. Germán hundió los ojos entre las piernas como para cerciorarse del hueco que se abría hasta la mugre del suelo, bajo la mesa de mármol. La cerveza volvió a ser lo más importante para Julio. Y Lola preguntó:

—Pero no me iría sin conocer el final de tu sueño, Germán —se rió con una jovialidad que esta vez estuvo bien calcada de las bravuconadas de quien actuaba como mero testigo. —Estaría dispuesta a retardar mi excedencia si comenzara de nuevo a correr tu rinoceronte.

Germán habló desde un eco que surgía de debajo de la mesa. Casi se tocaba el pecho con la barbilla. Mantuvo la atención sobre él todavía durante unos segundos.

—Ya lo ha hecho.

Hubo una congelación en todos los gestos del grupo, hasta que contó el final:

—Esta noche ha arrancado. Ha venido al trote..., sin electricidad; directo hacia mí...

—¿Y después?

—Después ha pasado de largo.