martes, 14 de septiembre de 2010

Por qué no viajo en avión, ni de pie, ni sentado


Yo no viajo en avión. Y me gustaría poder afirmar: Señores, yo no «vuelo» en avión. Sí, sí, ya sé que es algo muy grave, pero poco a poco lo voy asumiendo, y cada vez me da menos vergüenza. De hecho, hay ocasiones en que gozo de una especie de iluminación y creo que soy feliz de haber tomado una decisión como esa.
La gente abre los ojos con estupor.
–Yo no viajo en avión.
–Pero... cómo es posible. Si no pasa nada, hombre, no hay ningún peligro.
Y lo dicen mirándote como si al negarte a ir en avión te negaras a un placer evidente que sólo a algunos retrasados mentales se les ocurre relacionar con la muerte.
El avión es la vida. Es el viaje, el divertimento, el consumo, la experiencia inabarcable y el sumo placer. Lo promete todo.
–Ya. ¿Y si se cae?
–Bah, los aviones nunca se caen. ¿Tú has consultado las estadísticas? Te estás perdiendo el mundo entero.
Pero, cada vez más, sé que gano secretas parcelas de vida que no cotizan en Bolsa.
¿Y cuando, hace más de veinte años, decías: «No, gracias, no fumo»? Entonces era un ejercicio de dandismo clarísimo para un adolescente. Significaba desmarcarse, renunciar a las obligaciones tribales. Significaba decir: «Yo no.»
Creo que sobre todo significaba: «Yo.»
Y, además, me hacía tanta gracia alborotar los presupuestos convencionales. Tienes que elegir: o los Beatles o los Stones. Ese grupo de música de pueblo, los Jarcha, son una mierda, pero qué buenos son los Fairport Convention. Y el flamenco, amigos, esa es una cosa de calorros incultos, pero ¡si le pones unas gotas de pop-rock-jazz o pastelitos de sésamo, entonces se extasían todos los esnobs...! ¡Hay que joderse!
En fin, que me hizo gracia que, me preguntaran lo que me preguntaran, yo como respuesta decía: «No, gracias, no fumo.»
–Oiga, perdone, ¿la plaza del Virrey Amat?
–No, gracias, no fumo.
–A ver, usted, dígame el teorema de Pitágoras.
–No, gracias, no fumo.
Me parecía elegantísimo y me distinguía por encima del gentío, cosa que, siendo un chaval de barrio, resultaba de lo más fascinante.
Ahora he elegido. Yo no viajo en avión. (Parece que el elemento común soy yo, pero para entender lo que digo hay que fijarse en la palabra avión.)
Hombre, contesto a su pregunta: Pues claro que he viajado en avión. Dos veces. No una (que no se sabe nunca si fue casualidad), sino dos veces, para dejar claro el asunto. Y para quien diga que no hay dos sin tres, cruzo los dedos: ¡Lagarto! A ver por qué me desean el mal, si yo no me meto con nadie.
Y es que la gente pone cara de estupor, pero cuando te intentas explicar, entonces se transforman en seres ofendidos. ¡Menudo sinvergüenza estoy hecho! Como ellos no son capaces de decir «no», eso quiere decir que tú «vas de listo» y estás sugiriendo que son imbéciles.
Hombre, yo no quería llegar tan lejos..., ¡pero si se empeñan!
Habría que descubrir ciertos valores que han quedado un poco relegados a causa de la victoria de la venta de la felicidad en contra del proyecto de una imposible felicidad. Por ejemplo, cuando me vienen ganas de comprar. Mmm. Me relamo al prever que podría comprar lo último de Nick Cave, o de Antonio Vega, o una película de Toshiro Mifune, o unos zapatos..., etc. Podría comprar y satisfacer el ansia de novedades, y me relamo de gusto cuando soy capaz de decir:
–No, gracias, no fumo.
Probadlo. «No, gracias, no fumo.»
¡Cómo! ¿Que no funciona? Mierda, cómo han cambiado los tiempos. ¿Ahora ya nadie fuma? ¿Ya no es un acto de rebeldía frente a la colectividad?
Desde luego, no somos nada.

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