domingo, 23 de mayo de 2010

Un cuento de soledad

PALABRAS DE LIDIA


Después de haber sido amplificados por nuestra agitación, el roce de los cuerpos y las quejas contenidas por el espasmo o mordidas en el hombro de ella cesaron. El silencio se hizo más que evidente en la penumbra. Pero hubo una vibración en las sombras proyectadas en la pared, como si un portazo mudo hubiera conseguido hacer que se tambalease la lámpara sobre la mesilla de noche, a nuestras espaldas. Y el silencio duró todavía unos instantes. Y luego comenzó a contarme cómo había ocurrido para que llegáramos a estar allí, acostados sobre el lado derecho, encajados en posición fetal, mirando Lidia al rincón más oscuro y yo con los ojos fijos en su nuca.

Por la mañana no había pasado más de lo que pasaba casi todos los días. Media jornada de muecas en la cara de sus compañeros, en la oficina; cinco horas de conversaciones por episodios, como si tuvieran interés; una despedida lánguida, afectando cansancio por las tareas de rutina, cuando en realidad era que había pasado en vela toda la noche. Luego la comida en casa y la perspectiva de la tarde libre. Allí estaban los dos, a la mesa. Su marido se relamía, ella revisaba la cartelera en el periódico. Entonces, un acto reflejo: Lidia se limpió la comisura de los labios (pero no se había relamido) y oyó preguntar si le había gustado la carne. Contestó que sí, para luego detener los ojos en la jarra de agua.

Lidia tiene la piel blanca como el corazón de las almendras y los ojos de almendra tostada; su cara es el óvalo de una almendra. Sé lo que digo cuando me parece que la estoy viendo frente al plato, con la mirada fija en el vidrio, la simetría de su melena lacia, roja, una ceja más alta que la otra y el vago deseo de una naranja, aunque mejor definido que el pensamiento de poseer la tarde entera y no saber para qué.

—¿Has podido dormir esta noche? —continúa preguntando el marido.
—Psé. Pero da igual. Dormir en ese sillón es un absurdo, y además, cuando las enfermeras no entran y salen, las quejas se te clavan en el cerebro.
—Lo siento, cariño. ¿Y tu madre, cómo...?
—No importa... En fin, vamos a dejarlo. No quiero darle más vueltas. Es lo que tiene la vida, que al final te mueres. Punto.
—Ya... Oye, ¿qué película vas a ver?
—¿Qué? Ah, sí. Cualquiera que no me caliente la cabeza. ¿Qué recomiendas?
—¿Como crítico o para pasar el rato?
—Eso.
—Pfff, mejor que vayas a ver la que te parezca. Por cierto, cuando salgas del cine, ¿llamarás?
—Sí.
—Al niño le gusta que llames.
—Vale —aceptó con la boca pequeña, los labios apretados, muy hábil en el manejo del cuchillo para pelar la naranja.

Alrededor de Lidia, su marido se desenvolvía con la eficiencia de una hormiga soldado. Pero se había hecho la hora de mirar el reloj.

—Tengo que ir a buscar al niño. ¿Acabas tú?
—Sí.
—Deberías arreglarte un poco.
—Paso.
—Me voy corriendo —tomó la chaqueta y acercó la cara, puso un beso en su boca y los dedos le hicieron una caricia bajo el mentón—. Que lo pases bien. Y no te preocupes más. ¿De acuerdo?
—Hasta luego —se quedó con la mirada roja atravesando el agua. Mientras tanto, el beso limpio del marido cerraba la puerta, hacía que el ascensor arrancara con ruido de cojinetes y desaparecía hasta más allá de lo que iba a durar la luz de un invierno paulatinamente más dulce, que empezaba a permitir que la noche no se apretara a la sobremesa.

Terminó de repasar el periódico y fumó un cigarrillo. Eligió la película más larga, sin fijarse en el argumento. Al levantarse y empezar a hacer viajes a la cocina, comprobó el peso tedioso de la jarra, de los platos, de los cubiertos. Le dieron asco los restos de comida y no fue capaz de ponerse a fregar. Salió a la calle, apenas después de comprobar el bulto del monedero en el bolsillo de la cazadora y el de las llaves en los tejanos.

Iba mirando su reflejo en los escaparates mientras se dirigía al metro, como si paseara con una hermana gemela. La llegada de un tren le echó su aliento alquitranoso e hizo que el cabello se le encendiera en el aire, al revolotear. Sus zapatos estaban cubiertos por una capa de polvo bien definida y, con las deformidades propias de la adaptación al empeine y a los dedos, parecían más viejos de lo que eran en verdad.

En la primera sesión había poca gente. Se hubiera dicho que el cine estaba en liquidación por derribo: la taquillera escondida detrás de la ventanilla, en un rincón; el portero despistado, con la pesadumbre de querer estar echando la siesta. Le dio la impresión de que hubiera bastado con decir buenas tardes y pasar, sin abonar la entrada. Ya en el vestíbulo, a mano izquierda, había una barra de bar con cuatro taburetes, y detrás, las hileras de botellas cubiertas de polvo y una máquina de palomitas apagada y sin palomitas.

Apartó el pesado telón azabache. No había acomodador para conducirla a un asiento. El techo era un panel luminoso troquelado en cuadrángulos. Luz blanca, luz de hospital. Daba la impresión de que la platea estuviera desnuda, con las paredes tapizadas en un gris monótono y unas pocas personas deambulando por entre las hileras de butacas. Se sintió desorientada. Pero los demás iban encontrando un lugar. Y se sentaban. Así que Lidia ocupó un sitio en la última fila. Desde allí contó dos parejas de cabezas canas (señoras de edad), una futura calvicie en la que apreciaba la patilla de unos anteojos, y otra pareja, esta vez de novios (había visto un beso aislado; luego las cabezas juntas, apoyada la una en la otra). Siete. Buen augurio.

Se apagaron las luces y la película empezó a ocurrir delante de ella. Pasaban los minutos. Un hombre famoso y una joven hermosa se encuentran en un país extranjero; se aburren y no pueden dormir, así que piensan en hacer algo juntos. Se suceden planos de aplicada composición; las secuencias forman frases cromáticas y la banda sonora despide fragmentos de música autista.
Pero el que entendía de cine era su marido; más valía meterse en la película.

No es que el argumento diera lugar a ninguna escena digna de comentario, pero la expectativa de que aquellas citas cuajaran en amor mantenía la tensión. Todo lo que no era esa tensión se resolvía en burdo entretenimiento, cortas llamadas telefónicas, breves diálogos de besugo, exteriores urbanos con tráfico de automóviles, canciones bonitas para ilustrar paisajes zen. Y luego continuaban buscándose los ojos; tenían sed de consuelo por la mera presencia, aunque se cruzaran muy pocas palabras...; todo quedaba aún por decir. La vida entera, sugerida por el amor, se ofrecía para el próximo minuto... Al final, para desafiar el tópico, la pareja se disuelve en la renuncia y la despedida. Los protagonistas no lo saben, pero esa falta de coraje ha hecho que la promesa de amor produzca una explosión de rebeldía fuera de la pantalla. Dentro de la cabeza, Lidia bulle. ¿Por qué no se han comido todo el pastel?

«¿Y por qué no se han comido todo el pastel?», se iba diciendo Lidia, al salir a la calle. Y la rambla también bullía. Había oscurecido casi para decir que era de noche. Las tiendas ya exhibían sus reclamos luminosos. La gente caminaba de arriba a bajo, parloteando, haciendo gala de sus mejores gestos, siguiendo el ritmo que marcaban los semáforos o intercalándose entre los coches cuando el tráfico no les permitía rodar con velocidad. Se cruzaba con ciclistas que se dejaban ir cuesta abajo en un eslalon marcado por peatones en vez de banderines. A Lidia le parecía todo el mundo idiota, como si nadie supiera muy bien por qué se afanaba de aquí para allá y, en cambio, ella fuera capaz de prever, para cada uno, un destino aciago. Pero se preguntaba, también con acidez burlona: «¿Y yo, qué sé yo de mí misma? ¿He estado perdiendo el tiempo en el cine, en vez de hacer compañía a mi... hermana, solamente porque hoy le toca a ella?»

Se paró en medio de la calle. Dejó de subir hacia la boca de metro. ¿Adónde iba? ¿A qué lugar tan distinto de todos los demás paseantes?

Entonces aceptó la invasión de la apetencia. Llevaba meses metida en un infierno de deberes y tristeza por obligación. Claro que no estaba contenta, pero tampoco tenía por qué aburrirse igual que los tontos de la película. Juzgó que la vida no iba a darle nada si no se quitaba el cinturón de seguridad.

Cruzó hacia una peluquería. Entró decididamente. Preguntó si la podían coger. La pasaron al lavacabezas de inmediato. Mientras se sentaba, decidió que sería perverso telefonear a casa para decir alguna bobada a su hijo. Mejor era callar.

Se concentró en el calor complaciente del agua, que caía sobre su cabeza, entraba hasta el cuero cabelludo y chorreaba con una cadencia sedante. Luego los dedos de la peluquera comenzaron a masajear con la dulzura de un jabón oloroso, y se dejó invadir definitivamente por el placer. No quería nada difícil. Cortar las puntas y peinar. Pasó a sentarse delante de la luna y se vio menos ojeras que cuando se había duchado por la mañana. La peluquera cortaba con dedicación y de vez en cuando se separaba hacia atrás y la miraba en el espejo, hacía chasquear las tijeras; luego volvía a tomar los mechones entre los dedos y a cortar con un sentido de la medida que Lidia envidiaba. ¿Tenía pensado ya el corte antes de empezar o lo iba corrigiendo mientras avanzaba? Casi al final, cuando ya le estaba aplicando el secador de mano, se acercó otra peluquera para alabar su cabello. Se deshacía en elogios. En otra ocasión debería hacerse un moldeado. Tenía un pelo ideal... No era fino, ni débil; perfecto para darle forma. En fin, cuando le quitaron el peinador, no tuvo ninguna duda. Estaba muy guapa.

Al salir de la peluquería, en vez de subir la rambla, tomó el sentido opuesto. Tardó muy poco en alcanzar su objetivo. Miró en el escaparate el número de referencia, entró en la zapatería y pidió unos botines que había ido contemplando durante semanas sin decidirse a comprarlos. Eran negros, de cremallera, con una hebilla ancha en plata. Se los probó. Con los tacones, estaba más alta, más agresiva.

Casi no le dio tiempo de dar diez pasos y ya encontró una boutique. Se dio el gusto de que la vistieran, de que la toquetearan al revisar la cintura, al alisar los pliegues. Se dejó piropear por la dependienta. Y no se fue sin preguntarle, con la familiaridad de quien pide consejo a una buena amiga: «¿Verdad que me queda bien?», para recibir todos los elogios y parabienes.

De allí salió vestida ya con un jersey crudo de cuello alto; una minifalda verde, a cuadros; unas medias y los botines. Así es como la encontré más tarde. De la ropa con que había salido de casa, sólo había conservado la cazadora de cuero. Hacía un poco de frío. Lo demás acabó en un contenedor de basura.

Desde luego, no podía esperar su llamada telefónica, de ningún modo, a pesar de haber estado juntos durante todo el fin de semana, en el Hotel Calderón. Ni siquiera tenía por qué saber que me había quedado esa noche en Barcelona. Al fin y al cabo, me había contado la situación de su madre, las dificultades para atenderla. No era el mejor momento para una cita, aunque en muchas otras ocasiones, después de un congreso, habíamos quedado para cenar y hacer un balance fuera de programa. Lidia es bióloga, como yo. Realizamos tareas semejantes para dos compañías de una misma multinacional. Se trata, para decirlo en pocas palabras, de organizar encuentros de médicos para vender a los hospitales material quirúrgico y productos farmacéuticos. Si es necesario, se alquilan salas de conferencias en los mejores hoteles, invitamos a comer e incluimos algún detalle como regalo para los familiares. No es la primera ocasión en que nos unimos ambas compañías para reducir gastos.

Sin embargo, mi teléfono móvil sonó. Era ella.

—Roberto... —me pareció que decía mi nombre con mucha dulzura.
—¡Lidia! Dime —dije dándome cuenta de que estaba alterado. Que no esperara que llamase no quiere decir que no lo estuviera deseando.
—Pareces sorprendido. Espero que haya sido una sorpresa agradable.
—Bueno..., en fin..., pensaba que no era el mejor momento para quedar.
—Pero ¿estás aquí o en Tarragona?
—Aquí, aquí. Supongo que por no cambiar la costumbre.
—¿Todavía no has vendido el piso, entonces?
—De hecho, ya lo tengo apalabrado. A partir de ahora, voy a tener que pedir dos noches de hotel a la empresa.
—Oye, pues no nos alarguemos más por teléfono. ¿Te parece bien que nos veamos?
—Por supuesto.
—Vale. Pues..., en la cafetería del Calderón dentro de media hora, ¿de acuerdo?
—Muy bien. Hasta ahora.

No quería hacerme ilusiones..., pero me arreglé y salí de casa como un cohete. Luego tuve que caminar un trecho a paso de tortuga, para no llegar con demasiada antelación, por vergüenza a que se notaran mis prisas. No sabía que iba a tener mejor ocasión para perder el aliento. ¿Acaso tengo dotes de adivino? Por mucho que me hubiera abandonado a la fantasía en los últimos meses, las ilusiones que apresuraban mis pasos quedaron pequeñas ante la situación que se presentó poco después de entrar en el hotel. Una nueva realidad se despedazó en hechos contra mi cara. No había sentido jamás nada de una manera tan súbita y tan violenta. Un escozor cálido me recorrió vertiginosamente. Me temblaban las piernas.

Había rebasado el vestíbulo del Hotel Calderón esperando que, después de un leve giro a la izquierda, me encontraría, a unos diez pasos, con la visión de Lidia. Estaría en la barra, quizá bebiendo un cóctel... Pero lo que pasó fue que no había nadie, excepto el barman, que me contemplaba sin disimulo mientras me iba acercando.

No llegué a sentarme en uno de los taburetes.

—¿Es usted el señor Roberto Bazán?
—Sí.
—Tengo un recado para usted—. Me entregó una nota escrita a mano. Ponía: «Te espero en la 234. Lidia.»

No puede moverme del sitio. El barman secaba copas y no dejaba de observarme.

—¿Cómo me ha reconocido? —alcancé a decir.
—La señora lo ha descrito a la perfección. «Un hombre rubio entrará a grandes pasos. Americana negra, puede que lleve tejanos. Seguramente con una gabardina clara. Los ojos tienen un aire maníaco.»
—Vaya. Gracias. —Aún no podía moverme.
—¿Desea tomar algo el señor?
No supe qué contestar.
—Le recomiendo un chupito de bourbon.
—De acuerdo.

Arriba, mientras tanto, desde que había tomado la habitación, Lidia me dijo luego que había aprovechado las maquinillas de afeitar desechables que había en el cuarto de baño para depilarse y también que le habían parecido poco afiladas. Después se había vuelto a vestir para recibirme solemnemente.

Subí con el acicate del bourbon, llamé a la puerta 234 y la abrí sin esperar respuesta. La habitación estaba a oscuras, excepto por la lámpara de la mesilla de noche. En medio, dentro de una aureola, quedaba destacado el cuerpo de Lidia estirado sobre la cama, bocarriba, con los brazos cruzados sobre el pecho y un pie sobre el otro. Llevaba puesta incluso la cazadora. Los ojos se hacían los dormidos. Sólo luego se daba uno cuenta de que la puerta del cuarto de baño estaba entornada y por la rendija se escapaba otra luz encendida. Aún flotaba el vapor de agua caliente. No encontré en la escena nada ominoso. Quizá no quise encontrarlo. ¿Por qué? Estaba muy ocupado en tomar la iniciativa.

Tengo la impresión de que, a partir de ese instante, cada uno de nuestros movimientos ha quedado amplificado por su carácter excepcional; yo pensaba que para componer un himno de triunfo. Pero los besos y las delicias cesaron. El silencio se hizo evidente en la penumbra. Hubo una vibración en las sombras que se proyectaban en la pared, como si un portazo hubiera conseguido que se tambaleasen.

Después Lidia se fue sin dejar sitio para una continuación en mis fantasías. Se despidió por completo. Ni siquiera nos vemos ya por motivos de trabajo. Salió del hotel y salió de mi vida.

Lidia salió del hotel y tomó un taxi. Al entrar en casa, comprobó que su marido aún estaba en el comedor. Se asomó a la habitación del niño e hizo el esfuerzo de distinguir su cara en la oscuridad. Dormía plácidamente. Luego se enfrentó a lo que merecía. Carlos apuntaba con el mando del televisor. Mantenía la vista en la pantalla, que mostraba varias rayas horizontales que resbalaban hacia abajo: las escenas de una película de vídeo pasando a toda velocidad.

—¿De dónde vienes a estas horas? —preguntó de mal humor—. ¿Por qué no has telefoneado, como habíamos dicho?

Entonces volvió la cabeza y la vio vestida con la ropa nueva.

—Pero ¿sabes la hora que es? No me digas que has estado en el hospital, porque he hablado con tu hermana.

Lidia se mantenía de pie, soportando la bronca. Al final, contestó que había ido al cine, luego a la peluquería y a comprarse ropa para una ocasión especial. Y dijo que había pasado el resto de la noche en el Hotel Calderón, en la habitación 234.

—Me he echado en la cama y he pensado en la película, en lo tonta que puede ser la felicidad. Y también me he dado cuenta de que hay que catarla. Hasta me he depilado, para cerciorarme del filo de las cuchillas desechables de un hotel prestigioso. Y he cometido suicidio. Después he regresado en taxi.

martes, 17 de abril de 2007

La ciudad suspendida

Hace muchos años tuve conocimiento de la existencia de la ciudad suspendida. Conocí su sonido en La ville en haut, de Messiaen, y supe de cierta doctrina teológica referida a ella: La ciudad de Dios, de San Agustín. Quizás sea ésta su vista en plano, aunque dé vértigo que la belleza y la trascendencia se eleven hacia la nada con el humo de los hornos.


Se trata de una utopía perversa: Ciudad de la muerte, ciudad celeste. Visiones del Templo, de Melvin Charney (según la reconstrucción del Templo de Jerusalén que hiciera Matthias Hafenreffer (Tübingen, Allemagne, 1631), es un pastel sobre papel vélin de 1986 (Ottawa, musée des Beaux-Arts du Canada; 100 x 150 cm).


El pintor canadiense ha realizado varios estudios sobre la estructura de los campos de concentración, en particular sobre la disposición de las casetas, de los hornos y de las chimeneas. El plano de una ciudad emerge de estas estructuras: la ciudad de la muerte. Aquí, toma como punto de partida la representación de un teólogo del siglo XVII de la visión de Ezequiel del templo de Jerusalén: la ciudad de la muerte se superpone a la ciudad celeste.


Si deseáis saber mi opinión, creo que las niñas de Balthus están perdidas en la ciudad suspendida, cuando leen, cuando sueñan. Y no me cabe la menor duda, por mucho que el conde dijera lo contrario, de que en esa ensoñación de cabezas abandonadas, gargantas ofrecidas y culos en pompa había una sexualidad repleta de deseo: las niñas desean el poder de su madurez corporal (o se abandonan a la admiración del espectador, así lo atrapan), y el pintor se deleita en mostrar la falta de decoro y la evidencia de las armas, además de perseguirlas en su viaje a la ciudad suspendida.

viernes, 13 de abril de 2007

Un intermedio para Balthus



Estaba revisando con indolencia los archivos de texto de una carpeta cuando de pronto...
Mis niñas leyendo, Katia, Frédérique o las tres hermanas, con sus posturas soñadoras, se hurtan de un tiempo fugaz y deletéreo. Lo importante, al inmovilizarlas en el acto de leer o soñar, es prolongar el privilegio de un tiempo entrevisto, maravilloso y mágico, gracias a una tela que se abre de repente a otra luz, a otra ventana, que enseña solo a quienes saben ver.

Balthazar Klossoski de Rola (conde), Memorias

martes, 10 de abril de 2007

De qué va esto

Me parece a mí que será un experimento. Pero querría sacar a la luz (no sé a cuál, porque no sé ni cómo se puede acceder al blog sin ser yo mismísimo con nombre y contraseña) una serie de relatos, o más bien prosas jocosas, que con el nombre de El editor inverosímil empecé hace tiempo. Se trata de la biografía de Benjamín Durán, un tipo al que conocí hará unos veinte años y que merece un capítulo aparte en la lista de los artistas del despropósito. Sólo puedo dar fe de su vida a trozos, de ahí la forma de cuentos que va a tener este texto. Y para dar una idea aproximada de su genialidad, sólo diré por ahora que ese hombre fue el inventor del libro volador; que se atrevió a publicar (sin margen de beneficio) a todos lo poetas fonéticos del mundo, sin reparar en el propio esfuerzo pulmonar ni en las infinitas lenguas de los poemas; y que fue pionero en la cirugía estética aplicada a la literatura (ni más ni menos, capaz de ofrecer un servicio con tal garantía que yo le vi convertir a un aspirante a Vila-Matas en Vila-Matas en una sola sesión).

El baúl de Pereira

Amigosh..., ejem, he aquí la primera entrada y la primera vacilación. Pensaré sobre esto los próximos días, pero ahora no me quiero fustigar en exceso. Así pues, voy a acudir a un cuento que me pasó por la cabeza un día y que ahora va a embestiros y quizá aplastará la vuestra. Se titula:

RINOCERONTE

y comienza así:
—Lo primero que veo es un rinoceronte embarullado en la maleza. Se debate contra las zarzas dando cornadas, tirando coces y estremeciéndose como un huracán. Luego se echa de costado, apenas un momento, roto, y entonces la quietud de sus músculos y la fijeza de sus ojos puntiagudos me estremece a mí, y su bravura sólo se nota en la profusión con que mana el sudor y en los resoplidos que da, echando humo, que parece que le hierva la sangre por dentro. Es ahí donde me doy cuenta de que es un sueño. Y se mezcla el vértigo de que también mi cuerpo esté secuestrado en otra parte, enredado en las sábanas, sudoroso, pesado como la mole brutal del rinoceronte. Y en el instante en que me duele esa distancia y comprendo que únicamente volviendo a mí recobraré la placidez de la vigilia, el rinoceronte se libera e inicia su carga, me embiste como una apisonadora. El terror aumenta. No es un miedo teórico. Es el miedo encarnado; una aceleración angustiosa y confundida con el derrumbe de montañas que se produce con el choque... Y desaparece toda sensación de que esto ocurra fuera de mí. Aprecio la oscuridad del dormitorio, la piel electrizada, derritiéndome... —terminó Germán en suspenso, dejándose en el bandidaje de una mirada la suposición del orgasmo y su gesto para comprobar si habían quedado mojados los calzoncillos.
Había sido el último en tomar la palabra. No por casualidad. En aquella reunión de carteros de las 13:45, en el Boga-Boga, calle Ancha nº 16, tercera mesa, los turnos ya estaban más que sabidos y los temas, con alguna variante sin importancia, se repetían y se olvidaban con toda simpleza. Esa reunión duraba en el año 1999 lo que habían tardado los meses en mudar del amarillo al blanco; eran tres, los tres que formaban el grupo de distrito, y se había iniciado a la llegada de Julio, un universitario que había ganado recientemente las oposiciones y que había impuesto la rutina del vermut como quien convoca alegremente una junta directiva que sabe que no va a solucionar nada. Germán y Lola habían simulado que se dejaban arrastrar tan sólo por desidia. Se sentaban frente por frente. Eran viejos compañeros. Había complicidad en el encuentro de sus ojos.

Primero hablaba Julio; alardeaba con graciosa impudicia de su último ligue en la Facultad; los demás reían, más para ratificar la solvencia de su discurso que para poner en duda la exageración. Julio era el primero en saber que eso no importaba. Era un joven listo; hacía su papel. Casi se había convertido en una actuación a reclamo de los otros dos, a los que excitaba esa aventura postiza. Julio les había satisfecho, esperando avivar la chispa. Pero últimamente lo alternaba con el proyecto de escribir un libro. «Soy un artista del fraude» decía, «a media mañana tengo todo el servicio repartido, me meto en un bar y escribo hasta la hora del vermut. Acabaré ganando tanto dinero que crearé una corte de “negras” que me escriban las novelitas que a ellas les gustaría vivir.»

Luego le tocaba a Lola. Ella no tenía nada que decir, pero hablaba para hacer bulto, generalmente de proyectos poco ambiciosos: un cursillo de música, un viaje turístico..., pero no dejaba claro qué hueco iban a llenar. Por eso Germán hacía el gesto galante de poner atención. Era el momento en que Julio levantaba la jarra de cerveza y miraba por encima de la espuma con una ceja en arco de interrogación, gesto que tensaba el deseo de conseguir algo con aquellos dos. Lola llevaba diez años en el servicio de calle. Cualquier otra hubiera recalado ya en la oficina, al menos en la ventanilla de certificados. Su marido ganaba bien, de almacenista; especialidad en manjares raros. Y a veces, Germán le rogaba que volviera a contar lo de los productos exóticos, sólo porque le parecía acariciar terciopelo cuando hablaba. Ella hacía su lista: caviar, lamprea, cangrejos de río, aguardientes y fiambres de caza. Y se acababa el terciopelo.

—Germán, te tienes que venir de ronda, maestro. Tú todavía estás en edad de merecer... —decía luego Julio en una de cada dos ocasiones. Y él, claro, estaba de acuerdo, o hacía algún juego de palabras que sugiriera que había vivido mucho, que tenía muchas experiencias, pero que no quería pisarle protagonismo. Y cada tanto, contaba de nuevo el sueño. Estaba bien que les gustara. Aunque en las últimas ocasiones, después de que se hubieran sucedido con anterioridad los rinocerontes y los aperitivos con un sopor liberado del tiempo, explicaba que algo había cambiado. El rinoceronte ya no luchaba contra las zarzas ni corría haciendo temblar la tierra. Sólo soñaba con la enorme cabezota y el cuerno en medio. Y tenía la idea de que al rinoceronte le molestaba no poder quitárselo para mirarle mejor. Se había convertido simplemente en un animal curioso. Y cada noche daba un paso atrás, y en cada vermut Germán calculaba cuántos metros había retrocedido. Incluso había llegado a la conclusión, creando expectativas, de que el rinoceronte estaba tomando impulso para lanzarse en una última y definitiva carga. Era la señal de que algo luminoso se auguraba para su futuro. «Pero ¿qué?», preguntaba Julio, casi irritado. «Un cambio, algo que dé color..., algo que marque sin discusión un momento de intensidad.»
Entonces ocurrió algo.

Julio les había hecho morirse de risa. Con los ojos redondos de sorpresa, afectando un fracaso inusual, había relatado punto por punto un pretendido encuentro de la noche anterior. Había sido con una mujer madura, casi llegó a decir una vieja. Algo así como de 40 años. Y le había manejado igual que una niña a su muñeco. Julio encogió la cabeza entre los hombros. Simuló un sollozo. Pensaba que iba a ser una noche de transición, nunca hubiera sospechado tamaña energía en una mujer de esas edades. Y terminó exclamando para aumento del jolgorio:
—¡He sido víctima de una cruel depredadora! ¿¡Es que han quedado abolidos los derechos del hombre?! Me engañó con atenciones maternas, ya sabéis, soy una persona de extrema sensibilidad; me dejé seducir sin mala intención, y ella me usó, me estrujó, y me volvió a usar, hasta que hube de pedir socorro y me dejó tirado en la esquina de Villarroel con Gran Vía, como ropa sucia.

—Donde las dan, las toman —sentenció Lola, sin conseguir modular el tono de ironía.

—Contigo, desde luego, no hay nada que temer. Eres una mujer de las de antes —contestó Julio con malignidad. —Si algún día me caso, lo haré con alguien como tú.
Fue inevitable que en ese momento alzara la jarra y enmarcara a los otros dos con la ceja. Germán y Lola coincidieron en robarse otra mirada mientras se esforzaban en reír. Él tamborileó sobre la mesa. A Lola le entró carraspera. Julio se relamió el bigote de espuma.

Fue el momento de acabar con la función de aquel día. Y a ella le apeteció jugar la baza final.

—Mi marido... ¿Sabéis?, a lo mejor pido una excedencia y abrimos un almacén mayor en otra ciudad. Hay mucho trabajo, y es seguro que podemos vivir de eso. De hecho, creo que ya se puede decir que no somos pobres... Bueno..., voy a pedirla. Me conviene un cambio. Ya es mucho tiempo en lo mismo. ¿No creéis?

No hubo una respuesta articulada por parte de ninguno de los dos hombres. Pero sonaron algunas palabras, todas de enhorabuena y de felices augurios. Germán hundió los ojos entre las piernas como para cerciorarse del hueco que se abría hasta la mugre del suelo, bajo la mesa de mármol. La cerveza volvió a ser lo más importante para Julio. Y Lola preguntó:

—Pero no me iría sin conocer el final de tu sueño, Germán —se rió con una jovialidad que esta vez estuvo bien calcada de las bravuconadas de quien actuaba como mero testigo. —Estaría dispuesta a retardar mi excedencia si comenzara de nuevo a correr tu rinoceronte.

Germán habló desde un eco que surgía de debajo de la mesa. Casi se tocaba el pecho con la barbilla. Mantuvo la atención sobre él todavía durante unos segundos.

—Ya lo ha hecho.

Hubo una congelación en todos los gestos del grupo, hasta que contó el final:

—Esta noche ha arrancado. Ha venido al trote..., sin electricidad; directo hacia mí...

—¿Y después?

—Después ha pasado de largo.